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LAS JUSTAS QUEJAS DEL DIABLO (1)

Como otros entre sueños han bajado
varias veces al fondo del Infierno,
acostéme pensando la otra noche
en la felice dicha que tuvieron;
cuando heme aquí roncando como un perro:
parecióme bajar a las regiones
del obscuro Plutón por el Letheo,
pues vieron y contaron muchas cosas
para instrucción, deleite y aun provecho.
Así pensaba yo, lector amigo,
y el malvado Charón... ¿Pero qué digo?
Parece que el estilo va muy crespo,
y si eres tú mujer o pajecillo,
sastre, payo, soldado o pilguanejo, (2)
quedaráste en ayunas, renegando
de haber comprado este papel en griego;
pues no, señor: dormíme, esto es clarito,
y soñé, ¿quién no sabe lo que es sueño?
¿Te gusta así, lector? Pues si te gusta,
ha de ir todo lo mismo, te prometo.
Soñé que en el Infierno me encontraba
sin amigos, parientes ni dinero,
bien que do no hay dinero, no hay amigos
ni tampoco parientes; pero habiendo
mediecitos redondos acuñados,
amigos se hallarán en los Infiernos;
mas volviendo al asunto: en el instante
que me vi en el lugar de los tormentos,
me entró un temblor de piernas y un espanto,
como que no era el lance para menos.
Yo estaba arrinconado, porque el pobre
aun en aquel lugar teme el desprecio;
tentábame el cabello cada rato,
y creía..., ¡oh, aprensión, oh, devaneo!
que se me chamuscaba y que me hedía,
sin haberme casado, al vivo cuerno;
miraba con asombro y sobresalto...
Mas ahí diré despacio cuántas fueron
las cosas que allí vi; por ahora sólo
diré que a mí los diablos no me vieron;
pero cerca de mí vino a sentarse
un demonio de un diablo con un muerto;
éste, mal encarado y afligido,
y aquél, desesperado y rabiluengo;
se estiraba el diablillo las orejas,
y con un grito ronco y lastimero
decía: —Si no es capaz, si ya no hay vida,
si son los hombres peores que yo mesmo;
ellos se tientan solos, se provocan,
me han quitado el oficio: son mis maestros,
y sin hacer yo nada..., ¡esto me irrita!
me echan la culpa, que se labran ellos.
—¿Tanto te han enojado los mortales?
—dijo el difunto—; ¿tanto? —Con extremo
—le respondió el diablillo—, pues no adviertes
que lo que yo no trazo ni lo pienso,
lo hacen ellos por sí con tal destreza,
que al ver su agilidad me quedo lelo:
el joven currutaco, verbi gratia,
¡cuántos arbitrios usa, cuánto enredo,
para burlar de la doncella incauta
el natural pudor y miramiento!
Después que lo consigue, la muchacha
apasionada ya, ¡cuánto embeleco
no sabe disponer para librarse
ella misma su afrenta y vilipendio!
No vale su conciencia, que la avisa;
no vale de sus padres el respeto;
no vale la experiencia de las otras,
que pudieran servirle de escarmiento,
ni nada vale para que no intente
el logro conseguir de sus deseos;
disfrútalos, en fin; hace su gusto;
elévasele el vientre a poco tiempo;
desaparece al punto su embeleso,
esto es, el seductor, pues así saben
hacerlo, casi siempre, los más de ellos;
sigue la inapetencia, las modorras,
las náuseas continuadas, los acedos;
por supresión de menstruos se reputa;
procura ella el aborto con remedios;
se enferma más; y acaso Dios no deja
hacer a estos venenos sus efectos;
llega el parto por fin: ¡aquí fue Troya!
«—¡Jesús! —dice la madre—, ¿cómo fue esto—»
Matarla quiere, y otros la defienden,
y remata conmigo el aguacero:
«—Sólo el mismo demonio, sólo el diablo
pudo hacer en mi casa esto y aquello;
él a mi casa trajo a aquel maldito
pícaro infame de don Nicodemus;
¡quién lo veía tan mustio y tan cumplido,
el demonio del zonzo del muñeco!»
Dice una amiga, niña, a la paciente:
«—¿Cómo se creyó usted de ese perverso?»
«—¡Ay, niña —le responde— me engañó
con prenda que me dio de casamiento!
Sólo el diablo lo trajo a mi presencia,
el diablo me engañó, sí; yo reniego
del diablo, que hizo creerme del indigno;
mal haya el diablo, niña, causa de ello».
Así siguen insultos, maldiciones,
apodos, disparates y dicterios,
disculpando las tontas sus antojos,
poniendo al pobre diablo como nuevo;
como si las llevara de la oreja,
como si les dijera: son ingenuos
todos los hombres, y jamás engañan
con un estilo dulce al bello sexo.
Si así yo las hablara, sin disputa
que ellas no me creyeran. ¿Pues qué es esto?
¿por qué a mí me maldicen sin justicia,
echándome la culpa que no tengo?
Lo mismo digo de otros: ¿quito acaso
el cotón, (3) la frazada o el sombrero
al borracho vicioso? ¿yo de un brazo
a la taberna o pulquería los llevo?
pues ¿por qué si los hallan como brutos
tirados en las calles los serenos,
y a la cárcel los llevan, y al grillete
salen a compurgar sus desaciertos,
contra mí son sus votos, sus apodos,
sus malhayas, mentiras y lamentos?
El jugador vicioso que el capote,
la manga, la camisa o el chaleco
empeña en los albures y a su casa
desnudo vuelve, digo, ¿qué derecho
tiene para decir que lo he engañado
ni he tenido la culpa de sus yerros?
Él solo por su pie, sin fuerza alguna,
sin guía, sin gomecillo ni sin diestro,
¿no se marchó pian-pian, como se dice,
en busca del billar o de otro juego?
¿yo le metí la mano en el bolsillo?
¿yo le saqué por fuerza su dinero?
¿le dije que a la sota y no al caballo
pusiera dos o tres o cuatro pesos?
¿le dije que empeñara sus vestidos?
¿yo los llevé a la tienda, vi al cajero,
y a pesar de la usura de dos reales
que alguien suele llevar en cada peso,
los dejé sin escrúpulo, por sólo
volver con reales otra vez al riesgo?
Es bien claro que no; ¿pues por qué causa
han de ser contra mí los vituperios?
¿ni por qué han de decir que tengo escrito
el seis contra el caballo en el pellejo?
¿Cuándo me han visto los malvados hombres
con seises ni caballos en el cuero?
Ves, amigo difunto, ves, amigo;
pues así dicen estos embusteros.
Sepan estos mordaces que los diablos,
por más que los bigotes nos pelemos,
no podemos forzarlos a que pequen,
porque no nos permite el Ser Supremo
si no es el sugerirlos solamente;
y aun esto, limitando nuestro esfuerzo,
hasta aquel grado en que el mortal, si quiere,
con la gracia de Dios ha de vencernos;
y para esto les da tantos auxilios,
que hacer caer a un mortal es un empeño,
de que jamás saldríamos vencedores
si no nos ayudaran los más de ellos.
Pero eso sí, por dicha nos ayudan
más de lo que esperamos y podemos,
¿pues cuántas cosas hacen los mortales
que no hicieran los diablos más añejos?
Ya he dicho algunas, aunque las más claras;
sin embargo, me quejo y me requejo
de que nos han quitado los oficios,
de que nos han llenado los Infiernos;
nos han dado un que hacer de los demonios
con tantos hombres como están cayendo;
y nosotros, amigo, te aseguro
que a los más, a los más, desconocemos;
bien es verdad, si alguna vez la he dicho,
que no nos pesan sus comedimientos;
vengan enhoramala cuantos quieran,
que no habrá diablo que les haga el fiero;
pero no nos levanten testimonios;
no nos quiten el crédito, no es bueno,
ni nos echen la culpa a maldiciones
de las diabluras de ellos, y con esto
seremos camaradas usque ad aras,
y aun más allá si quieren. —Te protesto
—dijo, dando un suspiro el mortecino—,
que tus quejas son justas; no hay remedio;
más que tú hacen los hombres en el mundo;
el diablo son los hombres; sí, yo tengo
quejas de ellos también, y muy fundadas.
—¿No las dirás? —le dijo el diablichuelo—.
—Otra noche, otra noche, porque ahí viene
paseando Lucifer con Asmodeo;
es regular nos ponga de los perros.
Esto respondió el muerto y se pararon.
No sé cómo tosí; me vieron ellos;
acércanse hacia mí, y al agarrarme
llevé tal susto que qued despierto.

EL MUERTO MAS HABLADOR Y JUSTAMENTE QUEJOSO (4)

Dormí, soñé (y ahorremos digresiones)
que el mencionado diablo y muertecillo
estaban repitiendo las querellas
que en el Infierno tienen de los vivos.
Decía el muerto: —Muy bien, señor don diablo,
usted tiene razón: son muy indignos
los hombres, es verdad; yo no lo niego,
a pesar de que son unos conmigo;
si fuera yo demonio me arrancara
la cola, cuernos, uñas y colmillos,
al ver que me achacaban unas cosas
en que no había tenido principio.
—Así es —dijo el malvado—; ¿no da rabia
ver que en los matrimonios más malquistos
quieran decir que yo metí la cola,
cuando ni me pasó por el hocico?
Casan por interés, por dar picones, (5)
por enlazar la sangre o mil caprichos,
sin tenerse de amor ni aun un adarme;
a poco tiempo vense arrepentidos
y enlazados por fuerza; se aborrecen
y más si se engañaron al principio;
síguense de ahí las riñas, los enconos,
las injurias, divorcios y litigios,
y zas al pobre diablo: él solo tiene
la culpa toda de este laberinto.
Cásase una diciendo que es doncella,
sólo porque no consta que ha parido;
engaña por entonces al buen hombre;
mas llega aquel instante tan prolijo
en que desengañado, sin remedio,
convierte en menosprecio su cariño;
de lo que es consecuencia necesaria
a dura tiempo (6) un rato el más inicuo.
La otra es, por fin, doncella recatada;
pero fue a dar al lado de un marido
que a más de ser pobre es para nada,
sin empleo, sin oficio y sin arbitrio;
comienza la hambre; rómpese la ropa;
síguese el visitar al montepío;
dase a Judas la novia; las amigas,
con quienes comunica su martirio,
la dan muchos consuelos; pero en ellos
envuelven los consejos más impíos.
Ésta la dice: «—¡Ay, niña! ciertamente
me compadece tu infeliz destino»;
añade la otra: «—¡Si es un flojonazo
el maldito del zonzo don Narciso!
quien no es para casado, que no engañe
a la pobre mujer; hubiera visto
que no era para nada el sinvergüenza,
y así no te embaucara; ¡qué bonito!
¡querer tener mujer sin mantenerla!
¡Ah! fuera yo que tú... Mil señoritos
están, niña, por ti con tanta lengua,
yo lo sé bien... Sí..., sí; ¿quieres? Hoy mismo
tendrás lo que quisieres sin trabajo;
y en prueba de ello lee este papelito...»
Así seducen a la incauta joven;
prostituye su honor al vil delito;
si es el hombre celoso, ¿qué tenemos
con que el gasto sea desentendido?
Vuélvese el matrimonio matridiablo (7)
y tórnase la casa en un abismo;
y saltan con que yo metí la cola,
cuando es verdad que en nada me he metido.
—Que tienes mil razones —dijo el muerto—,
la otra noche, como hoy, te tengo dicho;
pero si quieres oírme, te prometo
que mis quejas serán para tu alivio
y para el mío también. —Pues ya te escucho
—dijo el demonio, en tono compasivo—.
—Has de saber, amigo —dijo el muerto—,
que cuando entre los hombres he vivido,
no conocí sus trácalas y embustes
tanto como después que ya no existo
sobre la faz del globo, en que habitaba
del grosero mortal cuerpo vestido;
ellos sin duda fueron mucha parte
de que yo no pisara los elíseos.
Oh, cuántas, cuántas veces me obligaron
a entrarme casi a fuerza al precipicio!
Oh, cuántas veces solo yo pensaba
en mi esposa, en mi casa y en mis hijos,
y entraba a la sazón un diablo humano,
a quien yo lo juzgaba por mi amigo,
y con insinuaciones, con halagos
y con convites falsos expresivos,
o me llevaba al juego, o al paseo,
o al baile, do jamás falta peligro!
Y como en él perece el que a él se expone,
según de buena letra se halla escrito,
yo, miserable, caía a cada paso,
porque un abismo lleva al otro abismo;
y como la costumbre es engendrada
de la repetición de actos continuos,
me inveteré de modo en el pecado
que la muerte me halló con él bien quisto;
vino como ladrón; no la esperaba;
mis años eran ¡ay! los más floridos;
y halléme derrepente..., no sé cómo
decir, estuve en el tremendo juicio;
patentes vi del justo Juez los cargos;
vi sus inspiraciones, sus auxilios;
vi los ejemplos de otros moderados,
que del mismo lograron ser benditos;
vime confuso, absorto, condenado;
entonces vime en vano arrepentido;
no pude echar la culpa al inculpable;
mi corazón echómela a mí mismo.
¿Luego yo erré el camino verdadero?
dije entre mí, turbado y afligido,
y vine para siempre... ¡oh, para siempre!
a ser de estas moradas inquilino.
¿Qué te parecen los malditos hombres?
¿Qué dices, los que son nuestros amigos?
Probablemente no me condenara
si yo no conociera tales bichos;
mas no pienses que yo tan solamente
a estas idiotas zahúrdas he venido
por causa de los hombres; te aseguro
que cuantos con nosotros son precitos
deben a sus corteses diligencias
pisar estos lugares encendidos:
mira a aquel rey y a aquél y a aquellos otros,
y escúchalos quejar de sus ministros;
mira a aquellos prelados indulgentes,
que al súbdito dejaron sin castigo,
o por falsa piedad o, lo más cierto,
porque ellos de por sí fueron omisos;
mira a aquellos señores que lograron
mandar a los demás; míralos, digo,
quejarse de los hombres que pudieron
con la lisonja y otros donecillos
torcer su rectitud, ya por respetos,
por interés, por odio o por capricho;
mira tanto abogado que se queja
de los aduladores y empeñitos;
mira los muchos padres de familia
por ella dar inútiles aullidos;
mira tanta mujer desesperada
quejarse de los hombres sus amigos,
y mira... ¿Dónde voy, si los más hombres
se han condenado por los hombres mismos?
Y aunque ésta es la maldad de las maldades
y sin remedio el último perjuicio,
no paran de deseárselo, de suerte
que algunos lo aseguran positivo;
de modo que verás los agraviados
decir aun de sus muertos enemigos:
era fulano un pícaro, un infame;
pero ya en el Infierno lo habrá visto;
mal haya, amén, citano, dice el otro;
arda en malos Infiernos el indigno,
que me hizo aquel, aquel y aquel agravio,
y que por él me lloro ya perdido.
Sí, dice el compañero, condenado
se mire el tal, los siglos de los siglos.
El otro empieza... —Calla, no prosigas
—dijo el demonio—, que me escandalizo;
¿así anda la bolada (8) entre los tuyos?
—No tengas miedo —dijo el mortecino—,
y yo no lo dijera, si mil veces
tan crueles anatemas no hubiera oído.
—¿Pues dónde está la caridad cristiana?
¿En dónde está la ley de Jesucristo?
—decía el demonio—. ¿Qué moral es ésta
que manda aborrecer al enemigo
¿Qué, ya varió sistema el Evangelio?
¿o se establecen ya nuevos principios
de religión católica? —No, hermano
—respondió el muerto—, fuera error decirlo.
Pues si ellos son cristianos, te prometo
que serán a la moda. —A Dios, amigo
—dijo el demonio—. Fuese, y yo encontréme
despierto en el instante, y confundido
de ver que hasta el demonio se ha espantado
del proceder del hombre impío,
y no quise, lector, dejar de darte
este oportuno y tan moral aviso.

EPIGRAMA

Del llanto de Mencia por la muerte de su esposo

¡Oh, Mencia! ¿por qué has llorado
y todo el barrio aturdido
a grito desesperado,
y aun ni comer has querido?
¡Ay! (me dices) mi quebranto
justo es...: soy viuda, repara.

¿Y quedaste pobre? ¡Oh, cuánto!
Pues si él rica me dejara,

¿acaso llorara tanto?

autógrafo de José Joaquín Fernández de Lizardi

José Joaquín Fernández de Lizardi


Notas del editor UNAM-IIF:

(1) Mencionado en el informe del censor de marzo de 1812. Pliego suelto; 8 pp. en 8° S. 1. ni f. de i. RE, pp. 108-116.

(2) pilguanejo (a). Del azt. pilhuan, plural de pilli, hio, y ejo. Históricamente, criado que estaba al servicio de clérigos o beatas. Persona despreciable o insignificante, pelantrín. Santamaría, Dic. mej.

(3) cotón. Sinónimo de jubón, en la germanía o jerga de los jitanos. Jubón es «vestidura que cubre desde los hombros hasta la cintura, ceñida y ajustada al cuerpo». El cotón no llega a la cintura, es cerrado y con mangas algo cortas. Santamaría, Dic. mej.

(4) Mencionado en el informe de la Censura de marzo de 1812. Pliego suelto, 8 pp. en 8° S. 1. ni f. de i. Secuela de las Justas quejas del diablo. RE, pp. 116-123.

(5) picones. Fiero. Úsase en la frase dar picones. Santamaría, Dic. mej.

(6) a dura tiempo. Modo adverbial que no hemos hallado en otros autores. Puede entenderse como «a lo largo del tiempo», o bien «al cabo del tiempo».

(7) matridiablo. Por analogía con matri[de]monio.

(8) bolada. Trampa, fullería, engaño, mala pasada. Santamaría, Dic. mej.


UNAM Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Filológicas
El Pensador Mexicano - Poesía de José Joaquín Fernández de Lizardi


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